Existe una estrecha relación entre rareza y creatividad. Casi tan estrecha como la que parece haber entre ingenio y locura.
"La cantidad de excentricidad en una sociedad ha sido generalmente proporcional a la cantidad de genio, vigor mental y valentía moral que contenía. Que tan pocos se atrevan a ser excéntricos marca el principal peligro de la época”. Esto escribió John Stuart Mill en 1859, tres años después de la muerte del célebre naturalista y geólogo británico William Buckland, quien dedicó gran parte de su vida al noble arte de tratar de comerse, al menos una vez, todas las especies del reino animal. A su experiencia debemos que ni la más alta cocina haya intentado jamás experimentar con topos o moscas azules. “Tienen un sabor abominable”, concluyó. Veinte años antes, Londres vivía escandalizado con las andanzas del terrateniente John Mytton, célebre por llegar a las cenas a lomos de su oso, o por una noche intentar detener un ataque de hipo prendiendo fuego a su camisa. Oscar Wilde sacaba a su langosta de paseo, Graham Bell enseñó a su perro a andar sobre dos patas y Newton se clavó una aguja en el párpado con el fin de demostrar que la percepción del color viene determinada por la presión. Ya en el siglo XX fuimos testigos de las andanzas de un tal Albert Einstein, quien solo rellenaba su pipa con tabaco sacado de colillas que recogía por el suelo. O de Salvador Dalí, capaz de plantarse para dar una conferencia en Londres vestido con una escafandra y acompañado por un par de lobos esteparios. Pero, poco a poco, la llama de la excentricidad como fuerza motriz de la creatividad de una época se fue apagando y, si acaso, volviendo a sus orígenes aristocráticos.
El mundo de las artes se volvió demasiado un negocio como para dejarlo en manos de una panda de chiflados, y el de la ciencia manejaba maquinaria demasiado cara como para permitirse que algún iluminado se pusiera a trastear con el acelerador de partículas. En cambio, el de la política se llenó de bufonesamateurs como Boris Johnson, cómicos venidos a más, como Beppe Grillo, y cómicos venidos a menos, como Russell Brand. Cuestión del rango prioridades de cada época. Así, cuando hoy pensamos en un excéntrico, casi siempre terminamos barruntando algo sobre los fulares de Marichalar o sobre algún empresario chalado, como Dean Kamen, el inventor del Segway, un tipo que ha creado un reino independiente en una isla de Connecticut, donde ha acuñado su propia moneda (el cambio se calcula en unidades Pi). El formulario de visado para entrar incluye una casilla en la que dejar las huellas digitales y otra en la que debes dejar las anales y existe un Ministro de helados y otro de nepotismo. “Supongo que esto sucede porque el dinero, la clase y los privilegios te dan total libertad para ser tú mismo. Y eso, bueno, puede ser un arma de doble filo”, apunta Lady Alice Douglas, descendiente de la Marquesa de Queensberry, acaso uno de los más conflictivos y excéntricos linajes de la aristocracia británica. Alice fue expulsada de 13 escuelas distintas antes de cumplir los 16.
Esos locos geniales
Existen ciertos mitos alrededor de la excentricidad que tienden a asociarla con aspectos que poco o nada tienen que ver con su verdadera naturaleza. Uno de ellos es la rebeldía. Como recuerdan desde The Eccentric Club, una institución británica que celebra esta actitud ante la vida desde 1781, el verdadero excéntrico “no desafía la sociedad y sus normas. Paga el impuesto que esta le demanda y encuentra refugio y consuelo en hacer lo que las leyes le permiten, pero a su manera y siguiendo unos rituales confeccionados por sí mismo”. Otro mito alrededor de la excentricidad que ha sido tratado con dispares resultados es el del precario equilibrio mental de quienes podrían ser considerados como tales. Más allá de que al escritor Quentin Crisp una vez le diera por calificar el SIDA como “una moda pasajera”, lo cierto es que el mundo tiende a dividirse entre quienes observan la excentricidad como el refugio de quien se halla profundamente insatisfecho con la sociedad y consigo mismo y quienes la admiran como la actitud del que le importa todo un pimiento y es capaz de hallar la plenitud en las más insospechadas actividades. No hay nada más satisfactorio que inventar una pistola de helio para abatir abejas y que el chisme no funcione.
En 1995, con el fin de discernir hacia cuál de los dos extremos los excéntricos se decantan, el psiquiatra escocés Davie Weeks publicó un libro que era el resultado de una década estudiando gente peculiar, en su mayor parte anónima, porque, como insisten en el Eccentric Club, “el verdadero excéntrico jamás necesita audiencia y mucho menos que lo que cree tenga un valor práctico. La asociación entre creatividad y practicidad no tiene nada que ver con nosotros”. Bien, pues tras estudiar a más de mil raros, entre ellos unos tipos que hipnotizaban sapos en Californa y un indio que solo andaba hacia atrás, Weeks concluyó que sus objetos de estudio visitaban el médico 20 veces menos que el común de los mortales y que, de todos los casos estudiados, solo 30 de ellos habían tenido en alguna ocasión problemas con las drogas o el alcohol. Uno de los motivos por los que los excéntricos con tendencia a la creatividad, sea esta útil o meramente recreacional, no necesitan intoxicarse para llegar a otros mundos podría hallarse en cierta predisposición genética. Un estudio reciente de la doctora Shelley Carson, publicado a finales de 2013 en la revista Scientific American y titulado La mente desatada: Por qué la gente creativa es excéntrica, sostiene que, “los individuos que son creativos tienen pensamientos extraños, se comportan de forma peculiar. Tanto la creatividad como la excentricidad pueden ser el resultado de ciertas variaciones genéticas que incrementan la desinhibición cognitiva. El cerebro es capaz de filtrar cierta información que para el resto sería extraña. Para el que es creativo no hay nada raro en ella, no se siente sobrepasado por lo peculiar, lo que le lleva a experimentar visiones y sensaciones mucho más profundas”.
Y mientras, en España
Existe, pues, algo social y de coyuntura económica, y algo genético que define el perfil de la excentricidad según la época y el territorio. En España, por ejemplo, como recuerda Carlos Primo, coautor deProdigiosos mirmidones, un estudio sobre el dandismo, y profesor de Historia del arte e Historia de la Moda en la sede madrileña del IED, “la excentricidad ha sido históricamente popular o aristocrática, porque se ha opuesto siempre a la corrección burguesa. España es un país barroco, lleno de contrastes, y nuestros excéntricos ha reflejado esa idiosincrasia. Encontramos hombres procedentes de las clases humildes que se comportan como marqueses, y marqueses que frecuentan los bajos fondos. En ambos casos, es una provocación de clase”. Con la cultura de la Transición, su alergia al conflicto y su vocación casi enfermiza por la norma, se empezó a matar al excéntrico español. Quedaban Miguel Bosé, Terenci Moix, Paco Umbral o Jaime Gil de Biedma. Quedó un rato de movida, hasta que llegaron los noventa y el país entero se recalificó como aquella tierra en la que para triunfar volvía a ser menester no molestar a nadie. Y así, hoy volvemos a mantener esa extraña relación con la excentricidad en la que no sabemos si seguir riéndonos del raro o molestarnos porque el raro se ríe de nosotros. Primo lo ve hasta casi normal: “Al excéntrico habitualmente se le trata mal o se le ridiculiza, especialmente en un país como el nuestro, donde lo mayoritario ha sido la corrección y la discreción; el ‘no te signifiques’ del franquismo, que trascendió el terreno político y se instaló en la vida privada y pública del país. En un territorio cuyos ídolos son futbolistas y empresarios de la construcción es normal que al excéntrico se le mire con recelo”.
tomado de El País